La intrusión tecnológica
Hasta hace apenas unos años la mayoría de los analistas tecnológicos y sociales comulgaban con la apreciación de Al Gore, excandidato a la presidencia de los Estados Unidos, sobre lo que representaba Internet: “Es un nuevo medio de comunicación formidable y una gran esperanza para la futura vitalidad de la democracia”. En la actualidad, esos mismos observadores creen más realista la opinión del que fuera hasta 2017 presidente ejecutivo de Google, Eric Schmidt, que calificó Internet como “el experimento más grande de anarquía que hemos tenido”. Entre el optimismo de Gore y el escepticismo preocupado de Schmidt, debería formularse el reconocimiento realista de que Internet es un enorme vehículo de conocimiento que democratiza el saber, conecta a los ciudadanos y las sociedades y que ha pulverizado los conceptos de espacio y de tiempo y, de inmediato, subrayar también que Internet conlleva lo que hoy denominamos vulnerabilidades y peligros cuya evitación y neutralización deben surgir de la propia red.
La digitalización de la economía, de las relaciones sociales, de las comunicaciones, del conocimiento, del empleo y el trabajo… son logros extraordinarios de nuestro tiempo, pero implican unos riesgos que debemos abordar porque la tecnología digital ha alcanzado tal grado de expansión y ha hecho al mundo tan dependiente de sus dictados que bien podemos hablar de una intrusión que está violentando valores y principios necesarios para la convivencia y el buen orden de la sociedad y la salud de las personas. Las vulnerabilidades que procuran las nuevas tecnologías son así, de tres órdenes. La primera, la que afecta a los ciudadanos en su vida diaria; la segunda, la que concierne a las sociedades dependientes de las tecnologías de la información y la tercera, la que impacta sobre la política y, especialmente, a un aspecto de ella: la política de defensa.
La tecnología digital ha alcanzado tal grado de expansión que podemos hablar de una intrusión que está violentando valores y principios necesarios
La Organización Mundial de Salud no reconoce todavía que exista técnicamente una adicción digital en las personas. Solo se podría hablar, según esta organización, de un uso excesivo de Internet. Sin embargo, hay evidencia de que no se tardará demasiado en calificar ese uso intensivo de las redes como una adicción tratable por terapias psicológicas e, incluso, farmacológicas en la medida en que el uso de las nuevas tecnologías crea ansiedad y llegan a provocar desarreglos emocionales graves. Es ya un hábito intergeneracional la utilización universal del teléfono móvil en el que se atesora todo un patrimonio personal de conocimiento y un sustitutivo de la memoria.
El creciente e incesante número de aplicaciones, el celular como soporte sustitutivo de la TV, como reloj, como alarma, como medio de comunicación de voz, como artefacto de socializaciones de muy variada naturaleza a través del WhatsApp, como tercer brazo, casi físico, de los individuos implica una dependencia –sea o no adictiva– que ha modificado los comportamientos e introducido otras pautas de relación y de concepción de la vida en sociedad. De la socialización tecnológica procede otra vulnerabilidad gravísima como se vio en marzo de este año: la fuga de datos de hasta cincuenta millones de usuarios de Facebook. Un gran revés para la ciberseguridad mundial con consecuencia en varios ámbitos, especialmente en el de la injerencia política.
Esta dependencia digital está siendo aprovechada para la perpetración de nuevos delitos (el cibercrimen) algunos de factura especialmente preocupante como el ciberacoso que se está convirtiendo en una plaga, concurriendo otras manifestaciones delictivas especialmente sórdidas como la pornografía infantil, las redes de pederastia, el tráfico de sustancias prohibidas, la trata de personas… En definitiva, las nuevas tecnologías han sido parasitadas por expresiones delictivas que están obligando a una reformulación de la preparación y actuación de las fuerzas policiales que extraen de las posibilidades tecnológicas, ventajas para la investigación de los delitos y la detención de sus responsables.
Las nuevas tecnologías han sido parasitadas por expresiones delictivas que están obligando a una reformulación de la preparación y actuación de las fuerzas policiales
La falsedad institucionalizada –segunda vulnerabilidad– en las denominas fake news, las realidades alternativas y las posverdades, versiones mentirosas de una realidad difícilmente comprobable y que apela a las emociones, constituyen una plaga cuyo contagio no sería posible sin las nuevas tecnologías. El problema de la desinformación y de la deformación de la realidad es una de las vulnerabilidades más evidentes que propician las nuevas tecnologías, sin que desde las propias redes digitales se hayan localizado soluciones evidentes más allá de las plataformas de verificación que están surgiendo para atajar estos desmanes. El hecho de que muchos políticos y dirigentes desaprensivos utilicen estos recursos falsarios en sus campañas o para reforzar sus decisiones ante la opinión pública, introduce un paradigma nuevo en el ejercicio de los liderazgos públicos.
Por primera vez en sus muchos años de historia, el Foro de Davos –que se reúne anualmente en la localidad suiza y cuyos contenidos han venido siendo fundamentalmente financieros– ha creado un Centro Global para la Ciberseguridad que es operativo desde el pasado mes de marzo. Esta iniciativa venía precedida por un Informe de Riegos Globales (2018) que aconsejaba que la seguridad informática fuese un tema principal en el evento porque “a nivel mundial los ataques cibernéticos son el riesgo que más preocupa a los líderes empresariales de las economías más avanzadas”. Los expertos del Foro han dedicado todo un año a elaborar un manual de ciber-resiliencia en el que identifican 14 ámbitos en los que puede existir una cooperación entre el sector público y el privado.
La vulnerabilidad que propician las nuevas tecnologías afecta a la seguridad de las empresas y de los Estados, de lo que se deduce la necesidad de una estrecha colaboración y una revisión copernicana de los instrumentos de garantía
Hablamos ya de que la vulnerabilidad que propician las nuevas tecnologías afecta a la seguridad de las empresas y de los Estados, de lo que se deduce la necesidad de una estrecha colaboración y una revisión copernicana de los instrumentos de garantía para de los activos digitales de las compañías y de los criterios de blindaje de las medidas de seguridad (defensa y respuesta) de los Estados frente a enemigos exteriores. La posibilidad de hackear hasta los secretos más íntimos y estratégicos de las grandes empresas (bases de datos, fórmulas de producción, redes de comercialización, patentes) y de los Estados (activos nucleares ofensivos y defensivos, líneas de investigación sobre riesgos bélicos, informaciones clasificadas sobre agentes hostiles, resultados electorales), se ha convertido en una prioridad táctica, estratégica, política y empresarial sobre la que nadie alberga duda alguna. En España hay que subrayar con elogio los informes mensuales editados en Madrid por The Cyber Security Think Tank vehiculados a través del Instituto Elcano, verdaderamente punteros en el análisis de la seguridad y la defensa en el ciberespacio.
A grandes rasgos estas son las líneas maestras de la intrusión tecnológica en nuestro tiempo. Se trata de una nueva amenaza como contrapartida a tantos beneficios deparados por las nuevas tecnologías. No hay nunca fenómeno histórico que haya sido solo y enteramente benéfico. Por el contrario, todos tienen su cara y su cruz. Ahora estamos en la pelea por corregir los excesos de la digitalización que plantea vulnerabilidades que pueden provocar auténticos desastres.