El consumidor impaciente
Nada más entrar en la mayor fábrica de algoritmos del mundo, la sede de Google, en Mountain View, se pueden ver flores que cambian de color en función al estado de ánimo de la persona que les habla y un piano que se toca solo gracias a la inteligencia artificial. No sirve para mucho más que para impresionar al visitante. El jardín lo preside la escultura de un pelícano junto a un dinosaurio enorme. Está ahí para recordar a los empleados del gigante tecnológico, fundado en 1998, cada vez que van a trabajar, que no importa lo grande que seas, si no te adaptas, te puedes extinguir. Bueno, esa es una de las versiones que me dieron allí. Otra, según bromeaban algunos empleados de Google, es que el dinosaurio gigante está en medio de la sede porque a Sergey Brin o a Larry Page, uno de los fundadores, su mujer le dijo que no quería ese trasto en el jardín de casa. Al final, el mensaje es el mismo: adaptarse es fundamental para sobrevivir, en la empresa y en el matrimonio.
Los algoritmos hacen predicciones, pero no nos hablan del futuro. Interpretan el pasado para orientarnos en el presente y ayudan a tomar decisiones en la actualidad. Pero son eso, una ayuda. Porque al final es un humano el que tiene que establecer las prioridades. De hecho, uno de los retos principales de la adaptación al mundo conectado, más que con cómo funcionan los algoritmos, tiene que ver con cómo está transformándose nuestro cerebro en este nuevo mundo lleno de interrupciones constantes.
Los algoritmos hacen predicciones, pero no nos hablan del futuro. Interpretan el pasado para orientarnos en el presente y ayudan a tomar decisiones en la actualidad
Somos, ante todo, más impacientes que nunca. Y lo somos como lectores, también como empleados, como jefes y como consumidores. Lo queremos todo y lo queremos ya. De ahí que para las empresas sea tan importante incorporar buenos mecanismos de big data e inteligencia artificial que les permitan anticipar lo que los clientes van a necesitar antes incluso de que ellos mismos lo sepan. El aumento de la velocidad en satisfacer deseos ha de ser inversamente proporcional a la velocidad a la que crece nuestra impaciencia.
Netflix y Spotify tienen buena culpa de ello. El entretenimiento fue la primera industria que transformó los átomos en bytes. Las cosas fueron dejando de tenerse (los casetes, los DVD, los VHS…) y se transformaron en algo que se usaba. Nos fuimos acostumbrando a tener cualquier cosa a nuestra disposición con un clic. Igual que dejamos de levantarnos a coger el tomo de la enciclopedia o a que abran la biblioteca para buscar cuál es la capital de Transnistria, podemos pedir un taxi que venga a recogernos o hacer la compra sin levantar la vista de la pantalla. Como lectores, como oyentes y como consumidores, el mundo conectado nos ha malcriado en la disponibilidad constante de poder resolver cada vez más necesidades en pijama.
La impaciencia con la que tenemos que lidiar es cada vez mayor. No hay más que ver la moda de escuchar los podcast y las series al doble de su velocidad real para acabarlos más rápido. La doble velocidad, ya estaba tardando, también ha llegado a los grupos de WhatsApp de la familia. No tenemos paciencia ni de escuchar a los amigos contándonos qué tal les ha ido el fin de semana.
A medida que nuestra vida digital se ha ido haciendo relevante en nuestras relaciones sociales, con la interconexión va desapareciendo también la percepción del espacio y el tiempo. Como todo es accesible en cualquier momento, vivimos en una falsa sensación de ubicuidad. Creemos que estamos trascendiendo la idea del espacio y el tiempo, pero solo es una ilusión. Recibir mensajes continuamente en el móvil, ojear redes sociales y leer a trozos noticias en internet está favoreciendo que procesemos más información y más rápidamente, pero los días siguen teniendo solo 24 horas y conviene dormir un tercio de ellas. Por más que suscribirnos a todo nos dé la falsa sensación de poderlo disfrutar.
La obsesión por el aprovechamiento del tiempo está transformando también a las empresas en depredadoras temporales
La obsesión por el aprovechamiento del tiempo está transformando también a las empresas en depredadoras temporales. Asegurarse de que los empleados no pierden el tiempo puede ser en sí una pérdida de tiempo, porque a menudo las buenas ideas surgen en momentos de dispersión. Hay sistemas que monitorean la mirada de los usuarios para asegurarse de su nivel de concentración en el trabajo. Vigilan los movimientos oculares, expresiones faciales y sudoración de la piel y prometen con ello ayudar a los empleados a tomar mejores decisiones, mejorar su concentración y detectar si están perdiendo el tiempo. ¿Sabrán esos algoritmos chivatos que las pequeñas dosis de aburrimiento llevarían a las personas a generar más ideas innovadoras y soluciones alternativas a los problemas? ¿Lo sabrán los jefes?
Sin la capacidad innata de experimentar aburrimiento, los humanos estaríamos menos obligados a salir de la zona de confort y buscar circunstancias diferentes y, a veces, incluso mejores. Sin este incentivo, seríamos menos adaptables al cambio. Si no nos aburriéramos, probaríamos menos cosas nuevas de esas que al algoritmo no se le pasa por la cabeza que nos pueden apetecer.
Así que si hay algo en lo que los humanos necesitamos entrenarnos, al menos los humanos que necesitaremos tener un empleo durante buena parte del siglo XXI, es en la creatividad y la capacidad de adaptación. Tenemos que irnos despidiendo de las rutinas porque tarde o temprano se automatizarán en las oficinas, igual que siglos antes se empezaron a automatizar en las fábricas. A diferencia de los algoritmos, una de las ventajas que tenemos los humanos es que sabemos improvisar.
Cuanto más nos acostumbramos a que los algoritmos nos predigan los deseos de la vida cotidiana, peor llevamos la incertidumbre de un mundo que cada vez cambia más deprisa. Las tabletas y los smartphones, fábricas de impaciencia, tienen apenas una década. ¿Cuántos sabían antes de Google que la capital de Transnistria es Tiraspol? Trascender el tiempo va a seguir siendo una ilusión del mundo conectado. Para ser el pelícano en vez del dinosaurio toca adaptarse a la era de la impaciencia, pero llevará su tiempo.