El presidente Trump y la quiebra de las élites
Las sociedades occidentales –y, precisamente, las más poderosas– parecen disponer de una agenda política oculta apenas detectada por los sondeos y encuestas en la que está incorporado el designio de descabalgar del poder a las clases dirigentes convencionales e irlas sustituyendo por otras que respondan a consignas populistas. Así ocurrió en junio de 2016 en el Reino Unido cuando por estrecho margen los británicos decidieron el exit de su país de la Unión Europea. La negativa isleña a continuar en la UE era posible pero en absoluto probable. No sólo porque los dos grandes partidos políticos –el conservador y el laborista– prescribían la continuidad en la estructura unitaria europea, sino porque los estudios demoscópicos indicaban que los ciudadanos apostaban también por mantener el estatus quo internacional de su país. Se daban, además, circunstancias que parecían retener al Reino Unido en la UE: la voluntad muy mayoritaria de Escocia e Irlanda del Norte frente a la hegemonía interna y aislacionista de Inglaterra y, en menor medida, de Gales.
Tras ocho años del carismático Obama ¿cómo podía suponerse que su herencia consistiese en dejar instalado en la Casa Blanca a un político radical con un perfil bien ganado de xenófobo, misógino, proteccionista y anti europeo?
David Cameron, sin embargo –como hiciera con el referéndum independentista en Escocia y del que le rescató su adversario laborista Gordon Brown– convocó una consulta no jurídicamente vinculante aunque políticamente decisiva y la perdió. La pregunta de Kipling resonaba en Londres: “¿Qué saben de Inglaterra los que sólo conocen Inglaterra?”. Cameron y la plana mayor no euroescéptica de su partido desconocían el estado de malestar en el núcleo del país, y fueron derrotados en su propio terreno por los reaccionarios dirigentes de la UKIP. El leitmotiv de los brexiters consistía en una argumentación elemental: recuperar el control del Reino Unido ante la erosión de su soberanía por Bruselas y detener los flujos migratorios para sostener el estilo de vida propio.
Al electorado no le importó comulgar con ruedas de molino. La campaña de los eurófobos estuvo trufada de mentiras y manipulaciones, hasta el punto de que, pese a lograr la victoria en la consulta, su líder natural, Nigel Farage, dimitió y su propio partido –Partido por la Independencia del Reino Unido– se consumó al alcanzar su gran objetivo ultranacionalista. La razón última del abandono –todavía en fase de esperar y ver– del Reino Unido de la Unión Europea, no fue económico. Fue, esencialmente cultural, sentimental, emotivo, sugestivo: las clases trabajadoras y las medias con expectativas truncadas, se sintieron perdedoras de la globalización que ha convertido occidente en una tierra de promisión para los más desfavorecidos, sin que la clase dirigente británica supiera sondear y medir correctamente la coyuntura emocional de buena parte de la ciudadanía que quería replegarse sobre sí misma.
En Estados Unidos, salvando las distancias, ha ocurrido algo parecido en las elecciones presidenciales del ocho de noviembre que hicieron presidente a Donald Trump. Era posible que sucediese pero no parecía probable. Tras ocho años del carismático Obama ¿cómo podía suponerse que su herencia consistiese en dejar instalado en la Casa Blanca a un político radical con un perfil bien ganado de xenófobo, misógino, proteccionista y anti europeo? Los guarismos macroeconómicos de Estados Unidos no avalan una explicación ni sólo ni principalmente económica. El desempleo se situó el pasado noviembre en sólo el 4,9 % después de setenta meses de continuos descensos; los salarios estaban subiendo en los dos últimos años y el mínimo se ha incrementado.
De nuevo, como asegura de manera solvente y bien argumentada Paul Berman, analista de la revista neoyorkina Tablet, “el apoyo a Trump no deriva de una crisis económica, sino de una crisis cultural”. Las crisis culturales lo son de valores, de criterios cívicos. Trump ha tenido tantos partidarios, además de porque las clases dirigentes tradicionales han dejado de asumir un compromiso auténtico con su representados, también por el hecho de que el nuevo presidente estadounidense “ha dado permiso a sus seguidores para regresar al tipo de odios racistas que, en las últimas décadas, se consideraban inaceptables”. Sigue Bernam afirmando que al republicano le han apoyado precisamente “porque es grosero, arrogante y violento, lo que permite que ellos (sus seguidores) también lo sean”.
Se ha producido una quiebra del paradigma que impuso el imperio de lo políticamente correcto mantenido en buena medida por el sistema de medios de comunicación más convencionales que han combatido a Trump con denuedo mientras el nuevo presidente norteamericano mantenía en las redes sociales una comunicación paralela. Sus seguidores en Twitter y otras redes fueron durante la campaña superiores al número que acumulaban los grandes periódicos y cadenas de Nueva York y Washington. Con Trump no sólo se ha producido el fracaso de las clases dirigentes sino también de un modelo de información. Cuando Dana Millbank deglutió en mayo de 2016 la crónica del año anterior en la que aseguraba que era imposible que Trump lograse la nominación por el Partido Republicano, se estaba produciendo el primer síntoma de arteriosclerosis mediática en los Estados Unidos que constituye una de las causas del trampantojo en el que se están desarrollando las democracias más consistentes –hasta ahora– en el mundo occidental.
En este contexto de crisis cultural –desde luego recebada por la económica y por la emigración– no puede afirmarse en absoluto que hayan sido los white trash también denominados tráiler trash –blancos de clase baja, incultos y aislacionistas– los que han encumbrado a Trump a la presidencia de los Estados Unidos. Han contribuido, como paradoja relativa, una buena parte de hispanos instalados frente a los sin papeles que amenazan su zona de confort y también de mujeres que han interiorizado como razonable y propio de la cultura wasp un cierto grado de misoginia como ha explicado Caroline Siede en la web boingboing.net. Para esta escritora, los norteamericanos no han aprendido a “sentir empatía por las mujeres con defectos como sí lo han hecho con los hombres con defectos”. Hilary Clinton ha sido medida por un rasero más severo que sus contrincantes masculinos y Trump la ha tratado tan rastreramente, con tanta descalificación, desprecio e insulto, que hasta un amplio sector de féminas consideró a la demócrata como la encarnación de todos los males de la casta washingtoniana. Las mujeres en política son tenidas aún como “invasoras de espacios” (Nirmal Puwar) y en el caso de Clinton eso ha sucedido de manera superlativa. Y aunque Hilary pudiera no haber sido la mejor candidata demócrata, es, como la ha definido Xavier Mas de Xaxás en La Vanguardia, como “un ser inteligente, fría, metódica, pragmática y firme, cualidades que ayudarían a cualquier hombre y que a ella parece que no le sirven mucho”.
Sus seguidores en Twitter y otras redes fueron durante la campaña superiores al número que acumulaban los grandes periódicos y cadenas de Nueva York y Washington. Con Trump no sólo se ha producido el fracaso de las clases dirigentes sino también de un modelo de información
Se llega, pues, a la conclusión de que estaríamos ante un fenómeno de rebelión de los electorados –una rebelión silente y tardíamente detectada– que es más transversal y de explicación más compleja que la que se nos sirve. El populismo es una forma de fatiga democrática, de cuestionamiento de sus mecanismos tradicionales, de simplificación de los problemas y de un planteamiento hostil hacia las clases dirigentes que ha enganchado –con propuestas propias de unas derechas ultranacionalistas y proteccionistas– a bolsas electorales diferentes que se encuentran en estado de malestar. A estas características endogámicas se les considera como “los viejos demonios del período de entreguerras” y el diagnóstico no está mal traído porque fue en ese paréntesis entre la Gran Guerra y la de 1939-45 cuando surgieron los fascismos, el nazismo y las dictaduras.
Estados Unidos era una referencia –y una garantía– de que todo aquello que fue no volvería a ser, pero la presidencia de Trump hace regresar a la política los más viejos arietes contra los logros de la democracia liberal y humanista. Enrique Krauze ha escrito en El País que Trump ha creado un cisma en la democracia americana. Escribe exactamente: “El daño a la nación ya está hecho: un cisma político y social tan grave como el de la Guerra Civil”, en referencia a la americana de 1861 a 1865. Para este mexicano liberal e ilustrado, buen conocedor de la realidad de Estados Unidos, todas las causas para explicar la emergencia de Trump son válidas “pero ninguna se equipara al efecto letal que tiene en un pueblo –efecto comprobado una y otra vez en la historia– de abrir el paso a un demagogo”. El presidente norteamericano ha quebrado las élites, lo ha hecho con demagogia, con el manejo taimado de la comunicación, a través del populismo y ha establecido un paradigma de hacer política y de practicarla radicalmente distinta a la anterior. Todo es viejo, pero también todo es nuevo.