Las marcas como hechos culturales
Las denominadas marcas blancas connotan una época: la de la gran crisis económica de este siglo. Su gran atributo no era –sigue sin serlo– emocional sino puramente racional y pragmático: son aquellas que identifican productos más baratos, con una calidad media respecto a otros ofertados en el mercado y con la garantía más que suficiente de grandes superficies comerciales que han sabido detectar bolsas de clientes potenciales que han antepuesto los criterios materiales a los aspiracionales. Las marcas blancas no apelan al subconsciente sino al raciocinio por escasamente ilusionante que resulte. Y han tenido –lo mantienen– un gran éxito porque el producto (raramente los servicios se refugian en la refulgente blancura de las marcas así identificadas) cubre sus necesidades con honradez comercial, aunque renuncie por motivaciones económicas al marketing emocional. No son marcas lovemarks, es decir, no enamoran, no excitan la emotividad, ni crean dependencias afectivas. Pero consiguen una fuerte connotación de utilidad y, aunque pueda parecer extraño, una gran cercanía porque se aproximan con humildad a la necesidad del cliente.
Las marcas blancas han dejado de ser sólo una denominación mercantil para convertirse en una definición claramente cultural porque su evocación enlaza con la definición de una época social, económica y política: la de la gran crisis económica del siglo XXI. De modo que cuando se escriba sobre esos años de recesión, desempleo, desigualdad y escasez habrá que referirse a las marcas blancas como una respuesta a la depresión que hemos padecido. Este tipo de marcas –que no son estrictamente innominadas sino genéricas– han pautado una tendencia, un modo de consumir y, por consiguiente, un modo de vivir, configurando así una época cultural, si por tal entendemos que la manera en la que los ciudadanos viven y se comportan es una expresión de lo conductual, del modo de proceder en un determinado tiempo histórico y, por lo tanto, una manifestación cultural.
“Cuando se escriba sobre esos años de recesión, desempleo, desigualdad y escasez habrá que referirse a las marcas blancas como una respuesta a la depresión que hemos padecido”
Existe un consenso amplísimo en que las marcas de servicios y productos –concepto distinto a la denominación comercial y a la social– deben responder a determinados principios. Han de reflejar con fidelidad la naturaleza de su oferta; han de ser responsables con sus clientes; han de incorporar emociones para crear vinculaciones permanentes mediante la conversión del consumo de sus productos y servicios en auténticas experiencias y, todas en general, han de asumir el brand advocacy con una legión de apóstoles de la propia marca para aumentar su reputación y multiplicar las ventas. Pero ese consenso no es tan amplio –quizás diría que es aún elitista– sobre la necesidad de que las marcas comerciales formen parte del hecho cultural de su tiempo.
¿Cómo se consigue la culturización de las marcas? Es una buena pregunta que apenas dispone de respuestas técnicas y académicas definitivas. Por eso, el desafío del branding como disciplina profesional altamente especializada (y sofisticada) requiere de la elaboración de un cuerpo de doctrina acerca de cómo las marcas crean cultura. Se podría aducir, y sería cierto, que el warholismo pictórico podría no entenderse cabalmente sin la absorción de marcas míticas convertidas en iconos de creaciones artísticas que han calendarizado etapas como lo hizo el cuadro de Warhol con la representación de Campbells tomato soup (1962) o su pintura con las botellas de Coca-Cola, o los inmensos, por magníficos, retratos de Marilyn Monroe y de Elizabeth Taylor. El pop-art de Warhol de los años sesenta del siglo pasado es, precisamente, un referente de la simbiosis, al menos en parte, de un determinado branding (debe recordarse que hay marcas personales como las de las actrices mencionadas) con una de las expresiones culturales más definitiva como es la pictórica.
“El desafío del branding como disciplina profesional altamente especializada (y sofisticada) requiere de la elaboración de un cuerpo de doctrina acerca de cómo las marcas crean cultura”
El reto de las marcas es, por una parte, acompañar las tendencias sociales (que son una expresión cultural), y, por otra, crearlas o situarse a su vanguardia. Formarían así parte del relato cultural de cada época y se produciría una interrelación profunda entre la identidad que incorpora la marca y la sociedad en la que opera su oferta de productos y servicios. Este fenómeno ya está ocurriendo con cierta notoriedad. No pocos teatros y auditorios en los países más desarrollados –es el caso de Estados Unidos, pero también de España– han incorporado una marca comercial para identificarse y así lo han hecho estadios deportivos. Este fenómeno es el denominado namings rights (traducible como “derechos de denominación”) que implica una técnica publicitaria, una forma de superar las convenciones usuales del marketing, pero que consigue entrañar eventos culturales –sean deportivos o escénicos– con la marca comercial, estableciendo entre esta y los espectáculos una línea de coherencia.
Todavía es más pronunciada la conformación cultural que propician algunas marcas que se acompasan o lideran nuevos estilos de vida que son indudablemente expresiones culturales de nuestra época. Los hábitos del slow wear están sostenidos por productos de vestir que ponen en valor la ecología, el ahorro de energía en la producción de las prendas, su versatilidad respecto de las temporadas climatológicas y la razonabilidad de sus precios. Se trata de una revolución de actitudes ante el consumismo rampante de las dos últimas décadas. Ocurre algo similar con el llamado slow food, un movimiento internacional de origen italiano que, con el símbolo del caracol, pretende dotar de dignidad el hecho fisiológico de alimentarse y connotar con una cierta filosofía de vida el hecho cotidiano de comer. Estas tendencias disponen de una fuerza tractora social pero, al mismo tiempo, están vehiculadas por marcas que ofrecen respuesta cultural a esas nuevas pulsiones.
“Es más pronunciada la conformación cultural que propician algunas marcas que se acompasan o lideran nuevos estilos de vida que son indudablemente expresiones culturales de nuestra época”
Por otra parte, la marca en su materialidad (diseño, color, imagen) forma parte de la cultura visual y las marcas sonoras (que aumentan) –adaptadas además a la digitalización progresiva– coadyuvan decisivamente al patrimonio creativo de las sociedades modernas y forman parte inseparable de sus manifestaciones artísticas. De tal suerte que, hoy por hoy, el desafío de las marcas –además de los que se han venido señalando en los últimos años– no consiste sólo en estar en el hecho cultural sino en ser el propio hecho cultural. Podríamos preguntarnos las razones de esta exigencia. La respuesta no ofrece dudas: la tecnología es casi un sinónimo de conocimiento y la excelencia de los contenidos digitales excelentes siempre son los que aportan conocimiento y valor añadido. La combinación de estos dos conceptos nos remite al relato cultural como hegemónico de nuestro tiempo histórico. Las marcas deben participar, estar presentes, en la elaboración de ese guion de la contemporaneidad.