Sorteando los abismos
Las horas finales del pasado año y las primeras del primer día del presente fueron verdaderamente dramáticas. El Senado de los Estados Unidos, en la madrugada del primero de enero, y la Cámara de Representantes en la de la jornada siguiente, lograron evitar con un acuerdo precario y temporal –quizás cuando estas líneas salgan a la luz el trance se haya reproducido– lo que se dio en denominar abismo fiscal . Huelgan explicaciones de lo que significa esta expresión que metafóricamente remite a una situación catastrófica, pero concierne a los efectos de esta breve exposición señalar que no son sólo los mercados, estrictamente considerados, los que generan incertidumbres en la gestión empresarial, sino que los abisales proceden ahora también de las imprevisiones, partidismos e irresponsabilidades de las clases dirigentes, incluso, de los Estados más consolidados y con democracias maduras. Porque, por ejemplo, de prosperar el ajuste del déficit norteamericano –más impuestos, supresión de subsidios sociales, recorte de inversiones– los Estados Unidos se hubieran introducido en una senda de clara recesión con repercusión en México, China y la Unión Europea y clara afectación a la industria armamentista y la energética, provocando, a la vez, una brutal restricción del consumo.
La inseguridad jurídica se manifiesta en la incertidumbre regulatoria, la retroactividad, la falta de unidad de mercado, los cambios en la fiscalidad y la ausencia de continuidad de las políticas de Estado.
La evaluación de riesgos en el management empresarial reclama una valoración de los contextos políticos que se desentrañan con los instrumentos multidisciplinares de la inteligencia corporativa. Las empresas comienzan a parecerse aceleradamente a las personas que forman su propio yo en función de las circunstancias de entorno. Las compañías han perdido enormes márgenes de autonomía y han de introducir la variable de la incertidumbre, de la imprevisibilidad, incluso de lo inverosímil, entre otras varias en función de las cuales adoptan sus decisiones estratégicas. Después de décadas de desregulación, de cierto distanciamiento de los poderes políticos de la gestión de las empresas, la gran crisis ha introducido la política –y con ella los abismos– en el día a día de las compañías. ¿Es una obviedad semejante afirmación? En absoluto lo es. Hasta ahora nos parecía obvio que sólo podían ejecutarse inversiones en mercados en los que estuviese garantizada la seguridad jurídica. Ya no es así. Porque hasta los más aparentemente consolidados presentan dos derivas de inseguridad que parecen haberse normalizado. De una parte, la incertidumbre regulatoria (tanto para sectores como el energético, altamente regulados, como para otros tradicionalmente liberalizados), de otra, la irrupción de la retroactividad tanto de decisiones administrativas como de disposiciones legislativas o normativas. La despreocupación con la que asambleas y parlamentos, a instancias de los gobiernos de turno o por iniciativa legislativa de los grupos que los integran, alteran cuadros regulatorios en función de circunstancias sobrevenidas, resulta verdaderamente letal para las inversiones a largo plazo que requieren de reglas de compromiso duraderas. Esta incertidumbre regulatoria existe en muchos países en sectores estratégicos. Desde luego, en España, pero lo estamos observando en otros de gran tradición garantista. Una forma cada vez más frecuente de incertidumbre regulatoria es la transformación en sector regulado el que hasta entonces no lo era. Las razones para estas alteraciones –a veces convulsivas– no siempre son predecibles sino caprichosas o motivadas por razones de índole política (¿populismos?). La metamorfosis que ha sufrido el instituto de la retroactividad, concebida como un factor de seguridad jurídica, se ha ido volatilizando, de tal manera que no se consolidan ni siquiera situaciones anteriores a la fecha del dictado de las normas o de la adopción de las decisiones gubernamentales. Debemos añadir un nuevo factor de inseguridad, junto a la incertidumbre regulatoria y la retroactividad: la elasticidad del apetito fiscal de las Administraciones Públicas que redoblan los hechos imponibles –¡cuántas dobles imposiciones!–, crean tasas y exacciones contorsionistas para acrecer las arcas públicas desvencijando los planes de negocios a medio y largo plazo basados en la certeza de un sólido cuadro de la fiscalidad aplicable. Más aún: ni dentro de los propios Estados –muchos de ellos compuestos, federales, autonómicos, regionales– se ha logrado ese desiderátum que requiere el correcto funcionamiento de un sistema económico contemporáneo: la unidad de mercado. La heterogeneidad de condiciones, requisitos, garantías, trámites, licencias… que se aplican en espacios regionales con culturas políticas con altos grados de homogeneidad –es el caso de los países occidentales– constituye un hándicap que no se ha logrado superar y que crea también enormes incertidumbres en la expansión de las compañías en otros mercados. Podríamos sumar a todos estos factores abisales –auténticos abismos por los que se despeñaría cualquier gestión empresarial– la ausencia de políticas continuadas, particularmente industriales, a propósito de la alternancia democrática. Es lógico que los programas económicos de unos y de otros partidos difieran, pero la política –más allá de criterios ideológicos– tendría que interiorizar que el Estado es un continuum y que los cambios de Gobierno no deberían conllevar revisionismos radicales.
Se ha globalizado el conocimiento, se intenta globalizar la actividad económica, pero la política sigue en compartimentos estancos
Hoy por hoy, los poderes públicos –ejecutivos y legislativos– plantean con sus comportamientos erráticos ante y frente a la crisis un gravísimo problema de incertidumbre en el manejo de la gestión de las empresas, tanto por acción como por omisión. Por acción porque no dan sosiego en la aceleración normativa que altera estatus quo razonables, y por omisión, en tanto en cuanto no resuelven vacíos y oquedades que establecen limbos desconcertantes. La empresa tiene una vocación de futuro al que llega encadenando decisiones coherentes. Si no lo hace, no alcanza los objetivos y el mercado la convierte en fallida. La política se muestra en estos últimos años –sin grandes distinciones– desconcertante, creando esos abismos de inseguridad –llámense o no fiscales– en los que cualquier planificación se torna casi imposible. Y precisamente, en épocas críticas como las que atravesamos, la política –esto es, la gestión pública– debería coadyuvar con su sosiego, con cambios progresivos y previsibles, con cinchas de seguridad para la actividad económica, a disolver la sensación de vértigo que ataca a emprendedores, gestores y ejecutivos.
Las incertidumbres ya no proceden solo y estrictamente de los mercados sino también de clases políticas partidistas e irresponsables
Se ha globalizado el conocimiento, se intenta globalizar la actividad económica, pero la política sigue en compartimentos estancos. Es verdad que existen procesos de estandarización, que hay mayor per
meabilidad, mayor homologación… pero la gestión política está retrasada en la creación de ámbitos supraestatales que amparen con certeza y seguridad jurídicas la actividad económico-empresarial y financiera. El abismo fiscal norteamericano, como categoría de un sistema político que comienza a mostrar graves disfunciones, y el denominado efecto Depardieu como anécdota de una ciudadanía –en este caso de alto poder adquisitivo que se revuelve ante una fiscalidad próxima a la confiscación– son manifestaciones extremas de los abismos de inseguridad que hay que ir sorteando en el mundo de hoy.