UNO Julio 2013

Madrid, “Citius, Altius, Fortius”

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Hace sólo tres décadas, la organización por una ciudad de unos Juegos Olímpicos se consideraba de plano su reconocimiento de reputación internacional y una gran oportunidad, tanto de presente como de futuro. Ahora ya no. Incluso funcionan organizaciones bien estructuradas que propugnan “Bread not circuses” y han emergido plataformas como la IOCC (Olympics on Community Coalition) que se dedica a vigilar que se cumplen las garantías de ejecución de los llamados derechos medioambientales en las ciudades-sede y de otros sociales, así como los de transporte, alojamiento, económicos y civiles asociados con los Juegos. Al tiempo, las iniciativas olímpicas de ciudades con aspiraciones –sea cual fuere– deben someterse al escrutinio crítico de argumentarios según los cuales, la organización del evento cuatrienal es un despropósito económico.

 

Hay poderosísimas razones para considerar que en algunos casos, como en Madrid, su designación como sede olímpica resultaría un auténtico revulsivo social y económico.

Según estos argumentarios, el dinero se emplea mal y eso hace que los presupuestos se disparen; igualmente, que la seguridad adquiera perfiles de histeria colectiva con despliegues policiales intimidantes ya que el terrorismo parece presto a aprovechar un escaparate de magnitud olímpica; también que las instalaciones, de alto costo, no son después recicladas sino abandonadas a un envejecimiento espectral y, por fin, que las autoridades políticas carecen de margen de maniobra en la organización de los Juegos porque están en manos de los patrocinadores, la industria del deporte, la televisión que da dimensión planetaria al acontecimiento, e incluso, supeditadas a la creatividad de arquitectos que, más allá de la funcionalidad, aspiran a dejar su sello imperecedero en la sede.

El olimpismo ha tratado de contrarrestar este alud de objeciones apostando claramente por el medio ambiente, haciendo hincapié en equipamientos deportivos y hosteleros con visos de continuidad tras la celebración de los Juegos, procurando urbes seguras y controladas y, sobre todo, pulsando, antes de decidir, el grado de adhesión social e institucional de la candidatura a sede olímpica. Todas estas prevenciones se han agudizado por una coyuntura ya muy larga de grave recesión económica en los países occidentales –especialmente en Europa– que no permite la más mínima alegría presupuestaria. Una crisis que, además, ha disminuido la ilusión ciudadana que era tradicionalmente el motor de la aspiración colectiva de las ciudades para entrar en el elenco de las capitales del olimpismo. La percepción de que el dinero público ha de emplearse primordialmente y de forma casi exclusiva en políticas inmediatas de reparación de los graves daños sociales de la crisis –desprotección de grandes bolsas de ciudadanos, desempleo, insuficiencia en la financiación de servicios públicos esenciales– hace que una candidatura olímpica se perfile en algunos casos como una frivolidad.

zarzalejos-12-1Todo lo anterior compone una realidad relativamente hostil –o, alternativamente, poco seductora– para una candidatura olímpica. Y, sin embargo, hay poderosísimas razones para estimar que, en algunos casos como el de Madrid, su designación como sede para los Juegos de 2020 resultaría un auténtico revulsivo social y económico. Desde el punto de vista social porque, además de la demanda de voluntariado que este acontecimiento siempre reclama, la segunda fase del itinerario de la ciudad-sede (la de construcción de las infraestructuras), que se prolonga por siete años, es intensiva en la demanda de empleo. En los Juegos de Londres-2012, la auditora Deloitte ha cifrado en 200.000 los empleos creados; en Beijing 2008, más aún: 600.000. Pero tenemos más a mano un ejemplo elocuente: en Barcelona y entre 1986 y 1992 la tasa de desempleo disminuyó del 18,4% al 9,6% (en la ciudad y entorno), mientras que en el conjunto de España, y en ese mismo periodo de tiempo, subió del 10,9% al 15,5%. Las autoridades madrileñas y las del olimpismo español suponen, con cálculos que dicen no están hipertrofiados, que en estos siete años previos a la celebración de los Juegos se crearían hasta 320.000 puestos de trabajo.

Habrá que convenir en que el argumento resulta convincente cuando el empleo, la construcción y los equipamientos son sectores deprimidos. Dato que debería combinarse con la afirmación –por otra parte comprobable– de que muchas infraestructuras deportivas están ya construidas y que, con otras nuevas, bastaría una mejora para su óptimo funcionamiento. La oferta hotelera de la capital de España y ciudades adyacentes es de las más sólidas de Europa. El presupuesto que maneja la ciudad –en colaboración con las administraciones autonómica y central– parece razonable (en torno a los 2.000 millones de euros). Y lo esencial en conexión con estos datos que otorgan razonabilidad a la candidatura de Madrid: la capital necesita tres impulsos que sólo podrían venir de la celebración de unos Juegos Olímpicos.

 

Todas las ciudades olímpicas han creado empleo durante los siete años entre su designación y la celebración de los Juegos: Londres, 200.000 y Beijing, 600.000.

 

El primero de esos impulsos consistiría en el desafío de hacer verde la ciudad. Desde 1994, la tercera pata del olimpismo es el medio ambiente. Madrid es una ciudad ocre, seca y con espacios libres escasos. El segundo impulso necesario es el que requiere la capital como destino turístico. Lo lograría más allá de su triángulo museístico –El Prado, El Thyssen y el Reina Sofía– porque tiene patrimonio histórico artístico, expresiones culturales (teatro, ópera, danza y música) con programaciones mal promocionadas pero a la altura de cualquier capital europea. Y el tercer impulso: Madrid requiere sin tardanza una internacionalización al modo de la lograda por la Ciudad Condal.

Los Juegos Olímpicos ponen a su sede en el mapa, crean una masiva aspiración de sentir tangiblemente la ciudad que se ha observado virtualmente por la retransmisión y emite la vibración de una urbe con ojos, corazón y cerebro –una ciudad viva– que es escrutada por la mitad de los habitantes del planeta. Madrid padece unos hándicaps que sólo un gran salto de pértiga puede soslayar. Su imaginario está conectado con la burocracia de la Administración del Estado; su centralidad geográfica en la península le priva de la benignidad urbana del mar y el gran filón del turismo español –nuestro país es una potencia– oferta sol y playa, pero no hay circuitos urbanos capaces de hacerle competencia.

 

 Madrid necesita tres impulsos: el medioambiental, el de convertirse en un mayor y mejor destino turístico y el de su internacionalización. Con la celebración de los Juegos Olímpicos podría obtener los tres.

 

Es cierta una objeción seria y rotunda: Madrid tiene un déficit fiscal de más de 7.000 millones de euros. Pero debemos poner esa cifra y su financiación en una perspectiva temporal muy distinta a la actual: en los próximos siete años el trayecto de la crisis será hacia la recuperación. Seguramente resultará un proceso muy lento, pero no por ello dejará de producirse. Si Madrid se engancha a la estela de esa remontada socio-económica a través de un acontecimiento que tendría un marco temporal en el que la recesión habría sido superada la capital de España lograría el olímpico citius (más rápido), altius (más alto), fortius (más fuerte) que necesita. Hay que superar el escepticismo y, más aún, el pesimismo. Es posible que en septiembre Madrid sea sede olímpica 2020. Si así fuere, la oportunidad sería extraordinaria. Y si no, regresaríamos al sabio barón Pierre de Coubertin: lo importante habrá sido participar.

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