Cuando menos es más: los Nuevos Estados
Algunas Constituciones, y entre ellas significativamente la española, se lanzaron a una prodigalidad extrema en la concesión de derechos materiales a los ciudadanos que, en poco tiempo, quedaron perdidos en el terreno declamatorio de la retórica populista. La Constitución de España declara –y parece sarcástico, aunque no lo sea en absoluto– los derechos al trabajo (artículo 35) aunque tengamos un 27% de desempleo; también el derecho a una vivienda digna (artículo 47) cuando hay más desahucios que nunca; a un sistema de protección a los disminuidos físicos y a los ancianos (artículos 49 y 50) conocido como ayudas a la dependencia, severamente recortadas por la crisis… y hasta una decena más que conllevan en todo caso una carga presupuestaria ineludible.
No es extraño que las sociedades con cartas magnas tan generosas en los reconocimientos, sientan una cierta frustración y la extraña sensación –que causa vértigo– de que el Estado de Bienestar, incluso meramente el Estado, ha fallado en sus más básicos, solemnes y sagrados compromisos. Es cierto que lo ha hecho en muchos casos porque la recesión ha sido literalmente brutal y en otros porque ha habido políticas públicas dispendiosas y reprobables. Pero la realidad es que, por una parte, el Estado surgido de la II Guerra Mundial y ahormado en la socialdemocracia y la democracia cristiana se expandió más allá de lo razonablemente previsible y que, de otra, las disponibilidades públicas están tan mermadas que requieren de recortes en el núcleo duro de las prestaciones básicas: educación, sanidad y servicios sociales.
No es extraño que las sociedades con cartas magnas tan generosas en los reconocimientos, sientan una cierta frustración y la extraña sensación de que el Estado de Bienestar ha fallado en sus más básicos compromisos
La relación entre los conceptos de Estado del bienestar y sanidad y educación pública –en otra medida también los servicios sociales– es de carácter histórico. Podría decirse que ontológico. Había Estado en la medida en que los impuestos sufragaban en centros públicos los gastos sanitarios y en la medida en que un sistema público de educación formaba a nuestros hijos y jóvenes. Esta relación histórica comienza a quebrarse porque, al no financiarse esos servicios públicos con impuestos finalistas, el ciudadano ha pasado a cofinanciarlos por procedimientos varios. Mediante el llamado copago (el farmacéutico tiene ya larga trayectoria), mediante tasas y mediante la restricción de las prestaciones sanitarias y educativas (en el primer caso, con la carta de servicios básicos, la segunda con la restricción de ayudas a la alimentación y los libros y de becas y elevación de tasas para la matriculación en la Universidad). De tal manera que el aporte de los ciudadanos al Estado ya no se está produciendo sólo y exclusivamente mediante los impuestos y las tasas, sino, además mediante copagos y cofinanciaciones.
Las en España denominadas “marea blanca” (contra los recortes sanitarios) y “marea verde” (contra los recortes en la educación pública no universitaria) tratan de atajar –aunque no les faltan ingredientes de embate ideológico– que se produzca en parte una privatización del Estado. O, en otras palabras, que el Estado entregue a la gestión privada los servicios públicos sanitarios y que se creen –en sanidad y educación– centros concertados y privados que hagan nuestras sociedades más duales.
La diferencia entre pobres y ricos en España no ha dejado de creer. Según el informe de Fomento de los Estudios Sociales y Sociología Aplicada de 2013, la distancia entre el 20% de los que menos ingresos tienen y el 20% de los que más, ha aumentado en un 30%. El economista Jordi Goula ha escrito en La Vanguardia con toda clase de detalle y remisión a fuentes solventes (8 de septiembre de 2013, suplemento Dinero) que el 10% menos favorecido de la sociedad española tiene acceso al 1,6% de los ingresos, mientras al 10% más rico le corresponde el 24%.
Las “mareas” blanca y verde en España tratan de atajar lo que podría ser una privatización del Estado en una sociedad cada vez más dual, de ricos y de pobres
Es obvio que la recesión primero y la crisis después ha ido creando una sima entre pobres y ricos sin que el Estado, los Estados afectados por la depresión (especialmente en el Sur de Europa), puedan garantizar como hace tres lustros las prestaciones básicas de salud, educación y servicios sociales si de por medio no hay colaboración pecuniaria de los beneficiarios. Parece, en consecuencia, que, en tanto hablamos de Estado fallidos en referencia a los más alejados de las pautas occidentales, la estructura tradicional de prestaciones públicas falla con cierto estrépito en los nuestros.
Hay que pagar el servicio de la deuda; atender los compromisos de Defensa (los más caros) y mantener los subsidios de desempleo y pensiones (contributivas o no) para que no se produzca un auténtico desplome. En esta tesitura, la comunicación, las explicaciones y la pedagogía pública de por qué se ha llegado a este estadio de carestía y dificultad se están obviando con grandes números y no menores discursos. Pero que no convencen; ni los unos ni los otros.
La alternativa parece que es la reformulación del Estado. Hay que aparcar –reformando las Constituciones– las promesas oceánicas de derechos para ajustar la acción del Estado al mínimo común denominador: garantizar la educación básica y media; proporcionar un acceso a la Universidad y a la Formación Profesional en condiciones de igualdad inicial; ofrecer una amplia y plenamente gratuita cartera de servicios sanitarios y asegurar el sistema de pensiones y, por supuesto, el subsidio de desempleo. Lo menos, en este tiempo histórico, es más. Como consecuencia de ello, la supresión de subvenciones –matizando esta afirmación en relación con el ámbito de la cultura y el deporte y de la investigación– parece obligada, así como la eliminación del elenco de derechos aquellos que no puedan materializarse. La austeridad debe incidir esencialmente en el gasto político y en el que consume las acciones marginales de las Administraciones Públicas.
Atención porque regresa el capitalismo de Estado, que significa su expansión y eso ocurre en los países emergentes. Las 19 empresas más grandes son estatales
Como advertía Alejandro Rebossio (El País de 8 de septiembre de 2013) “el capitalismo de Estado ya no es tabú” porque los capitales públicos en las empresas se estabilizan o aumentan en los países emergentes que han de tener la precaución de no caer en el mismo error que los consolidados que abarcaron esa faceta empresarial que, más tarde, abandonaron mediante privatizaciones. Hoy por hoy el 19% de las empresas más grandes del mundo son estatales y son China, Rusia y las naciones emergentes –siempre según el autor citado– las que abanderan este modelo. Es, según demuestra la historia, una mala política.
El Estado ha de ser menos para ser mucho más en lo básico, en lo nuclear, en lo esencial: vivir, educarse y beneficiarse de la solidaridad social razonablemente. El resto puede –y hasta debe– dejarse a la iniciativa privada en lo que es su ámbito propio (el empresarial y gestor) y sólo de manera muy destilada puede admitirse su entrada con ánimo de lucro en la gestión de algunos servicios públicos que, en opinión muy generalizada, no pueden ser los que se corresponden con prestaciones básicas.
Cuando escribo este texto, la justicia española ha suspendido cautelarmente las privatizaciones de varios hospitales en la comunidad autónoma de Madrid. El juez que ha tomado esta delicada decisión –de hondo calado económico– arguye en su resolución que no se termina de comprender por qué “encargados de la gestión pública de ese servicio esencial (sanidad), asuman sin más su incompetencia para gestionarlo con mayor eficiencia…” Precisamente, por el concepto de eficiencia, se fisura el sistema público de prestaciones básicas. De ahí que el reto adicional consista en que el Estado, no sólo mantenga para sí la titularidad y gestión de esos servicios esenciales, sino que, además, forme a funcionarios y profesionales con un nivel de cualificación igual o mayor que los que prestan su labor en el ámbito privado. También, menos funcionarios, pero mejores gestores. Igualmente, en estos aspectos, menos es más.