¿Cómo definir las reglas para este nuevo universo?
Nunca el intercambio de ideas e información había sido tan fácil; nunca había llegado tan lejos. Desde que naciera Internet, hace poco más de 25 años, se ha convertido en un auténtico universo paralelo. Las cifras son mareantes. Casi 3.100 millones de usuarios, un 40 por ciento de la población mundial; 1.000 millones de páginas web; cerca de 90.000 millones de correos electrónicos enviados en un día…
Todo está en la Red, todo (o casi) ocurre en ella. La web ha impulsado la democratización del conocimiento, pues permite el acceso inmediato a ingentes cantidades de datos, en cualquier formato, en cualquier lugar; ha potenciado la creatividad y, muy especialmente, la capacidad de compartir a escala global. Cuando echamos la vista atrás, cuesta comprender cómo podíamos vivir sin ella.
Internet ha propiciado además la aparición de muchos nuevos negocios, al tiempo que supone un desafío, cuando no una amenaza directa, a la supervivencia de otros –muy especialmente los de cualquier tipo de intermediación–, que se están viendo obligados a reinventarse sin tener aún claro el horizonte.
También implica un reto a los modos en los que se generan y se extienden las ideas. Los intelectuales del siglo XXI sienten cuestionada su existencia, su papel de popes de la superioridad del pensamiento, según se tambalean los cimientos tradicionales de su influencia. Y se debaten –algunos– entre el ejercicio de una reflexión necesariamente pausada y el vértigo de la actualidad, la urgencia de la reacción que demanda una sociedad ávida de respuestas al instante.
Ese universo paralelo de lo digital se rige en el fondo con las mismas normas humanas que el analógico, solo que multiplicado a todo su potencial espacial, lo global, y temporal, lo inmediato
La Red ha incrementado exponencialmente el ruido que nos rodea. La existencia de filtros conocidos, respetados y consensuados, como eran los propios medios de comunicación, ha dejado paso a una amalgama de referentes entre los que a menudo cuesta separar lo real de lo infundado, el deseo de amplificar la difusión con una capacidad casi infinita de manipulación.
Ese universo paralelo de lo digital se rige en el fondo con las mismas normas humanas que el analógico, solo que multiplicado a todo su potencial espacial, lo global, y temporal, lo inmediato, algo hasta ahora desconocido. De modo que el debate gira sobre a la conveniencia, la necesidad y la posibilidad real de definir un nuevo marco de reglas para ese entorno infinito, democrático y anárquico. Y como ocurre en las otras esferas de la globalización, una primera dificultad surge a la hora de adecuar los planos nacionales, donde por lo general se conoce y aplica la regulación, a los transnacionales, donde opera Internet, a lo que se une la falta de instituciones globales eficaces que aborden estas cuestiones.
Así que, mientras diversas iniciativas tratan de diseñar un consenso amplio y lo más global posible, lo que se aplica es una mezcla de legislaciones nacionales, pragmatismo y sentido común, siempre aderezado de las correspondientes circunstancias políticas.
La libertad de expresión es uno de los principales campos de batalla en este debate y sus realidades son sumamente diversas. Por citar solo algunos ejemplos, van desde acciones como el bloqueo de Twitter en Turquía –más tarde anulado por el propio Tribunal Constitucional de aquel país–, al reciente asesinato de blogueros en Bangladesh o a la detención de tuiteros en varios países occidentales, incluido España, por manifestaciones –en 140 caracteres– que atentan presuntamente contra la dignidad de las personas. Una de las consecuencias más palpables de esta nueva situación es la revisión de las leyes que abordan los llamados delitos de odio, al ser la Red, amparada a menudo por el anonimato, un terreno más que fértil en este sentido.
Otro caso de relevancia mundial es el magistral uso que Daesh –término que identifica al Estado Islámico– hace de la comunicación y de las redes sociales para extender su brutalidad y su horror, y la discusión global sobre si sus vídeos y comunicados aportan realmente información –y por tanto deben ser difundidos– o son sólo propaganda.
Pero si bien es cierto que Internet logra amplificar hasta lo impensable el impacto, no deja de ser solo un vehículo. Por ello, aunque las sociedades democráticas adapten sus regulaciones a los nuevos tiempos y a los nuevos formatos, no deben olvidar que la libertad de expresión es uno de los pilares sobre los que se asientan.
Además de a los contenidos, el debate regulatorio afecta también a las propias autopistas de la información. Nacida de la necesidad de intercambiar datos entre ordenadores y desarrollada inicialmente por el Departamento de Defensa de Estados Unidos, la World Wide Web dio primero el salto a la comunidad académica e investigadora, y de ahí a la comercial hasta convertirse en el complejísimo entramado que es hoy. Este proceso, sin embargo, se ha caracterizado por no estar controlado ni por los gobiernos, ni por una sola persona, grupo u organización, una característica que, según sus defensores, ha hecho posible llegar hasta el grado de evolución actual.
Así pues, los recientes y cada vez más intensos intentos por someter la Red a esquemas más ortodoxos de control –impulsados, entre otros, por algunos gobiernos– entran de lleno en la conversación sobre el futuro de la gobernanza global de Internet. Fiel a su naturaleza, esta podría ser, de hecho, el motor de un nuevo tipo de un organismo mundial, admitido y reconocido por todos, en el que pudieran participar en igualdad de condiciones los diferentes tipos de actores involucrados, tanto estatales como no estatales, comerciales y sin ánimo de lucro.
Pero frente a una posible centralización, surge también con fuerza la tendencia a la fragmentación en grandes redes regionales que aspiran a fijar sus propias normas sin pasar por el consenso global. La china, con su intento por impedir el acceso de sus ciudadanos a un sistema abierto es probablemente la más significativa.
El otro gran frente abierto es el que algunos han llamado “la cuarta generación de derechos humanos”: los derechos digitales, desde el libre acceso a la Red, pasando por la privacidad o la defensa de la libertad de expresión.
Internet es, junto con la telefonía móvil, el invento que más rápido y más profundo impacto ha tenido en las vidas de los ciudadanos de todo el mundo, acercándolo, ahora sí, a la idea de la aldea global. Como en otros ámbitos de la globalización, su regulación debe ir dirigida a impedir abusos, nada más, ni nada menos. Su magia procede en gran medida de la libertad y la creatividad con que se ha producido su desarrollo y así debería continuar.