Los juegos o la ausencia de un gigante
Tres ciudades de abolengo, Madrid, Estambul –la antigua Constantinopla– y Tokio, componen el mosaico de candidatas a albergar los Juegos Olímpicos de verano de 2020. Son ciudades emblema de ambiciones imperialistas ya caducas, dotadas todas de una excusa o un reproche para que el 7 de septiembre su nombre salga o no en la cartulina que leerá Jacques Rogge, el presidente del Comité Olímpico Internacional. Nadie objetará que la solidez de Madrid, la multiculturalidad de Estambul o la seguridad de Tokio eran motivos vacuos para salir elegidas. Para eso previamente el COI organizó el año pasado un corte: para que la voluntad de un foro, a la que cada dos años –entre invierno y verano– se le concede un poder supremo pueda designar a la ganadora a su libre albedrío sin sonrojo posterior.
En la amalgama de razonamientos que brota de tal asamblea no hay una materia troncal. El centenar de miembros del COI son personajes difíciles de descifrar para cualquiera de los agentes que intervienen en la caza de votos. Ni el Napoleón de Austerlitz, ni cualquiera de los grandes estrategas de la humanidad, estarían capacitados para asegurar la victoria ante un grupo al que las circunstancias, el auge del deporte, su trascendencia económica y su utilización como herramienta social, le han elevado de condición. A día de hoy ser miembro del COI es una responsabilidad formidable. Supone formar parte de una especie de Naciones Unidas socioeconómica, pero sin la amenaza de veto. No es el olimpismo, eso que inventó hace 125 años el Barón Pierre de Coubertin, lo que se maneja entre sus dedos, es el futuro de un país lo que le atañe.
El producto interior bruto de más de la mitad de los países del planeta es sensiblemente inferior a los 50.000 millones de dólares que planea gastarse Sochi para los JJ.OO. de invierno de 2014.
Se observó hace cuatro años en Copenhague. En el recinto ferial de las afueras de la ciudad de las bicicletas, el olimpismo alcanzó un momento tan cumbre como peligroso. Juntos en la misma sala Barack Obama, Lula, Yukio Hatoyama y José Luis Rodríguez Zapatero representaban a los gobiernos de cuatro de los entonces 10 países más pudientes del planeta. Pero no eran ellos los protagonistas. Aquel día de octubre de 2009 su papel se resumía a un rol de virreyes de un mundo que le es tangencial, donde sus constituciones no son absolutas, pero cuya fascinación y necesidad transforman su logro en una cuestión de estado. Pekín invirtió 43.000 millones de dólares en sus Juegos, Londres, 13.900; Sochi, 50.000 para los del año próximo, con el tiempo apremiando. La mitad de los países del mundo, de Uruguay, en el puesto 90, hacia abajo, no tienen ese producto interior bruto anual.
Madrid, la capital de España, un país que ha contribuido de una manera innegable al deporte, primero con su más brillante visionario –Juan Antonio Samaranch– y luego con su constelación de estrellas en el siglo XXI, se ha entregado a la causa. Es la tercera vez que comparece, circunstancia que también encierra una cualidad muy valorada en la competición como la persistencia. En las ocasiones anteriores, el viento era de cola y el poso que dejó fue una proyección intramuros del antiguo alcalde de Madrid Alberto Ruiz-Gallardón, más que el sincero deseo de albergar el gran movimiento social de la era moderna como ahora.
En tiempos donde el mundo da la razón a Groucho Marx y sus ganas de apearse de él por las dimensiones que todo ha cobrado, quizás le conviene al movimiento olímpico una apuesta por la austeridad. El mensaje desde el COI puede sonar distorsionado después de haber confiado los Juegos en las últimas ocasiones a propuestas que surgieron de las entrañas de un programa de software, con unos presupuestos y plazos que luego resultan imposibles de cumplir. Es obligación de todas las mentes del Château de Vidy de Lausanne la creación de un escenario donde países con cierta solvencia, principalmente organizativa, puedan concurrir con aspiraciones.
El olimpismo ya padeció un colapso significativo a finales de los 80. Entonces la alternancia no escrita entre los dos únicos continentes que impulsaban la maquinaria deportiva, con los países pudientes de la Europa más avanzada y Norteamérica, derivó en que para la edición de 1984 sólo un país podía tener una oportunidad: Los Ángeles no tuvo que someterse a escrutinio alguno para su designación. La misma amenaza se cierne esta vez en términos presupuestarios: moverse en cantidades superiores a los 10.000 millones de dólares es circunscribir los Juegos a un grupo demasiado raquítico.
Hace cuatro años el olimpismo alcanzó un momento tan cumbre como peligroso: Obama, Lula, Hatoyama y Zapatero juntos en la misma sala. Y no eran los protagonistas.
El concepto smart que propugna Madrid parece la salida consecuente para un movimiento en el que lo más valioso que ha aportado a la humanidad son los puentes que ha tendido entre culturas, entre personas. ¿Hay algo más altruista y maravilloso que un legado directo a una población falta de esperanza, con casi seis millones de parados y un 57% de jóvenes sin trabajo como la española? Aunque, por otra parte: ¿Está legitimado un país de la clase media-alta mundial a exponer un problema, el más grave seguramente, como argumento para conseguirlo?