Latinoamérica, cada vez menos europea
La cumbre que se celebró en el mes de junio de 2015 en Bruselas entre los sesenta y un Estados que forman la Unión Europea y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) fue un discreto fracaso. Y lo fue, esencialmente, porque los dos continentes se han introducido en sendos procesos de introspección política y económica como consecuencia de episodios críticos agudos. Aunque el bloque comunitario europeo es el principal inversor en los países latinoamericanos y del Caribe –la cifra supera los 500 000 millones de euros en 2013, lo que constituye más de un tercio del flujo inversor que recibe el área latinoamericana–, China compite con la Unión Europea y se acerca ya a los 225 000 millones de inversión, mientras el centro de gravedad mundial sigue desplazándose desde el Atlántico hacia el Pacífico. Ese es el cuadro de situación.
La vieja Europa “lucha por mantener su peso en Latinoamérica” rezaba el titular del diario El País del 12 de junio de este año que daba cuenta de la cumbre bruselense, pero la realidad más inmediata remite a otra pelea de la UE: la que mantiene consigo misma para alcanzar los objetivos de cohesión interna y de desarrollo económico y político que están previstos en sus tratados fundacionales. En tanto en cuanto los países que integran la Unión, y especialmente los que conforman la eurozona, no logren reducir sus contradicciones y acelerar sus mecanismos de integración, será muy difícil que se avance francamente en dos frentes necesarios: de una parte, el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos que crearía un área comercial de colosales proporciones y de otra parte, la profundización en los acuerdos bilaterales con los países de Latinoamérica y el Caribe.
La Unión Europea está ensimismada en sus problemas –Grecia, Ucrania, la crisis económica– lo que no le permite una visión más amplia de sus posibilidades
La crisis de la Unión Europea a propósito de Grecia –que estalló en el mes de julio pasado pero que se incubaba desde el mes de enero de 2015 y borboteaba mientras en Bruselas europeos y latinoamericanos trataban de redactar una declaración final airosa– ha absorbido todas o casi todas las energías de la prospectiva europea, incluyendo la que es necesaria aplicar a las relaciones de la Unión con los Estados agrupados en Celac. La Unión Europea se encuentra en uno de sus momentos más críticos –quizás el más crítico de su historia– porque se trata de una crisis de identidad. La UE tiene un enorme trecho que recorrer: el que va de su realidad actual, dominada por economías frágiles y con una brecha efectiva y emocional entre los Estados del norte y los del sur, hasta el de sus aspiraciones que se resumen en una fundamental: lograr la federalización de los Estados miembros desde el punto de vista político y legislativo, además del económico-financiero.
La bancarrota griega, con el cortejo de comportamientos hostiles que se han ido produciendo, ha devuelto a la realidad a las clases dirigentes europeas y a las opiniones públicas de los Estados miembros mostrando que los pilares de la Unión no son lo sólidos y estables que se suponía. La emergencia de fuerzas políticas populistas, bien de extrema izquierda, bien de extrema derecha o ultranacionalistas, plantea en muchas sociedades europeas un sinnúmero de incertidumbres sobre la asunción plenamente mayoritaria del sentimiento europeísta. El escepticismo de Gran Bretaña, que someterá a referéndum en 2017 su pertenencia a la UE, ensimisma más aún a los dirigentes de la organización de Estados y no les permite ocuparse de construir con más rapidez y dinamismo el protagonismo político-comercial de Europa tanto en Latinoamérica como en Asia, particularmente en China.
En estas circunstancias y con la mayoría de sus Estados con crecimientos de su PIB muy limitados y en general insuficientes para dinamizar las respectivas economías, es muy difícil que la UE tenga una fuerte incidencia –al menos, no mayor que la actual– en los Estados que agrupa la Celac. A mayor abundamiento, el papel europeo de España –tradicional puente de Latinoamérica con Europa– ha decaído en los últimos años.
El eurodiputado socialista Ramón Jáuregui, un político equilibrado y ecuánime, escribía en la edición española del Huffington Post (16 de junio de 2015) un artículo revelador desde su titular (“No somos nadie”) del escaso rol de España en las relaciones entre Latinoamérica y Europa. Tiene razón Jáuregui al sostener: “Se ha dicho hasta la saciedad que Europa ha perdido pie, peso e influencia en América Latina, a pesar de ser el primer país cooperante y el primer socio comercial. La cumbre UE-Celac de primeros de junio quería enmendar esa ausencia de estos últimos años pero no lo hará si España no pesa en Europa y consigue que las miradas internacionales de la UE, además de a Ucrania y al Mediterráneo, se dirijan también a América Latina. Porque por graves que sean –y lo son– los problemas del este y el sur de la Unión, las oportunidades políticas y económicas que tenemos en América Latina son inmensas y las potencialidades de esa Alianza Estratégica en la gobernanza mundial, son formidables e inaplazables. Para eso, hace falta una España fuerte en América Latina y, lamento decirlo, ahora no somos nadie (…)”.
Hay una fuerte asimetría en los países de Latinoamérica y el Caribe, tanto en lo económico como en lo político; unos están en recesión y otros en crecimiento, unos maduros democráticamente y otros no
Jáuregui tiene razón y no es hiperbólico en el papel de España en la relación de Europa con América Latina. Los españoles hemos interiorizado que las controvertidas relaciones de nuestro país con Cuba –en donde los norteamericanos, e incluso los franceses, se han adelantado a la diplomacia española– y con Venezuela, son dos hándicaps que nos limitan, mientras que nuestra escasa presencia en los órganos de gobierno de la UE –el último fracaso ha sido el de Luis de Guindos, ministro de Economía, con aspiraciones frustradas a presidir la eurozona–, nos hacen deambular por un terreno de nadie, con algún desconcierto y sin referencias y objetivos de Estado, más allá de los coyunturales que se van marcando los sucesivos gobiernos en Madrid.
De otra parte, la situación de los Estados de Celac tampoco es homogénea ni en lo económico ni en lo político. Al contrario, es claramente heterogénea. Según José Juan Ruiz (El País, de 15 de junio de 2015), economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo en América Latina, hay dos grandes grupos de países: los que crecen y los que están en recesión. Venezuela, Argentina y Brasil, que suponen el 51% de la economía de la región están crisis, mientras que el resto –el 49 %– crece a una tasa media de 3,4 %. Se produce en consecuencia, una fuerte asimetría en lo económico –el “crecimiento en América Latina se desplaza del sur al norte”, constata José Juan Ruíz– que se corresponde también con otra de carácter político. Mientras algunos países persisten en claros procesos de maduración de sus sistemas democráticos y en los que van cuajando clases medias con cada vez más expectativas, en otros siguen muy arraigados los regímenes populistas sin que florezcan sectores sociales centrales que ofrezcan estabilidad económica y política.
España no tiene un papel relevante en Europa y eso es un condicionante para la cooperación con Celac y, además, dispone de relaciones muy complicadas con países como Cuba y Venezuela
Este aspecto estrictamente político es una variable del análisis financiero que los inversores europeos sopesan porque allí donde las estructuras constitucionales tradicionales –los Estados de Derecho– se consolidan existe seguridad jurídica, sujeción a las decisiones jurisdiccionales y arbitrales y certidumbres laborales que permiten inversiones importantes y colaboraciones cada vez más amplias y fructíferas.
Basten estas rápidas reflexiones sobre lo que ocurre en Europa y los Estados miembros de Celac para explicar que, ante el empuje de los Estados Unidos y de China, y el fuerte imán del Pacífico para los países más consolidados de América Latina, el subcontinente resulta cada vez menos europeo en presencias y en percepciones y se alza ante la Unión Europea como una asignatura pendiente y de urgente resolución.