La posverdad: entre la falsedad y el engaño
¿Qué alcance discursivo cabe atribuir a la irrupción en los debates actuales del término “posverdad”? Ensayar una respuesta, por aproximada que sea, obliga a transitar por el territorio de los matices. A este respecto, convendría empezar puntualizando que quienes celebran la presunta novedad teórica de la posverdad lo que en realidad sostienen es que, al haber quedado obsoleta, según ellos, la noción clásica de verdad, su caída ha arrastrado a la que suele ser considerada su ineludible pareja: la mentira, que habría dejado de constituir algo condenable per se para pasar a ser relativizada ella también.
La puntualización resulta fundamental no solo para interpretar adecuadamente los términos en discusión, sino también para entender de manera correcta el diferente eco que está teniendo el debate, en cuanto tal, según el contexto en el que se plantee. Porque, empezando por lo último, no es casualidad que donde más alboroto ha provocado este cuestionamiento de la verdad sea en los ambientes culturales norteamericanos, donde, debido al enorme peso que en ellos ha tenido secularmente la tradición puritana (George Steiner ha dejado escritas en Pasión intacta luminosas páginas sobre este asunto), la mentira es considerada algo de todo punto inaceptable, tanto en la esfera pública como en la privada. Parece claro, en cambio, que en nuestra cultura –católica, por simplificar– no tienden a plantearse las cosas de idéntica manera. Así, es un hecho que el mismo comportamiento –pongamos por caso, un engaño en el ámbito más íntimo–, que en el mundo anglosajón expulsa a su protagonista de la vida pública, entre nosotros sea juzgado con enorme benevolencia y reciba un reproche social francamente menor.
Ahora bien, señaladas las diferencias contextuales, conviene entrar en el detalle del contenido de los términos en disputa. Probablemente, los apologetas de la posverdad se hayan beneficiado, de manera torticera, de un elemento crítico que, debidamente utilizado, no debería generarnos mayores problemas. La crítica a determinados usos “rígidos” de la verdad sin duda resultó saludable en su momento en muchos contextos. Así, lo que funciona en la esfera del conocimiento científico-positivo no puede ser trasladado, y menos mecánicamente, a cualesquiera otras esferas. A fin de cuentas, La Verdad –absoluta y con mayúsculas– hace tiempo que quedó identificada con el dogmatismo. Frente a ella, apenas nadie pone en discusión que –por poner solo un ejemplo– en el ámbito de la cultura resulta tan ineludible como conveniente introducir la adecuada dosis de relativismo.
La mentira es considerada algo de todo punto inaceptable, tanto en la esfera pública como en la privada
Pero extrapolar este necesario punto de escepticismo anti-dogmático para convertirlo en una negación absoluta de la posibilidad de ponernos de acuerdo sobre qué es verdadero y qué no lo es, qué es información y qué es mera opinión, qué es descripción fiel y qué mera interpretación, constituye una falacia de todo punto inadmisible. Una falacia que se basa en una confusión, la de pensar que en la esfera de lo científico la pareja de la verdad es la mentira, cuando en realidad ese lugar lo ocupa la falsedad. Los “errores” del científico no son mentiras, sino falsedades y, desde luego, no parece que nadie ponga en cuestión su estatuto de tales –¿o es que alguien consideraría una posverdad atendible el cuestionamiento de la caída de los graves?–. Por su parte, las mentiras se predican en el ámbito humano y se contraponen a la sinceridad. Si hubiera que enunciar esto de una manera rotunda, diríamos que “algo” es falso, mientras que “alguien” dice una mentira. Por formularlo aún más sintéticamente: mentira es ese error que depende del hablante –no se miente sin querer–.
No rehuyamos de poner ejemplos: los datos utilizados antes del referéndum por los partidarios del Brexit para convencer a los ciudadanos británicos de la conveniencia de abandonar la UE eran en sí mismos falsos, y además, mentira, desde el momento en que eran difundidos por los primeros a sabiendas de su falsedad. Referirse a los mismos en términos de posverdad no deja de ser una forma de marear la perdiz, si se me permite la expresión coloquial.
Pero, al propio tiempo, convendría desestimar un diseño que no dejara más opción que la de plantear el asunto en el terreno o bien de lo científico, o bien de lo moral –el uno tan incuestionable, el otro tan resbaladizo–. Frente a tal disyuntiva, tal vez resulte oportuno introducir la hipótesis de que el valor último por defender no es la verdad, ni la sinceridad; el valor último es la comunicación en el espacio público, en la perspectiva de debatir democráticamente acerca de aquello que a todos concierne. En este horizonte se han de enmarcar cualesquiera propuestas teórico-políticas, posverdad incluida. De ahí que valga la pena intentar atinar con una formulación lo más ponderada posible, que evite vernos arrastrados por tajantes, y a menudo confusas, dicotomías como las que hemos venido comentando hasta aquí –por no hablar ahora del recentísimo concepto de alternative facts, acuñado por Kellyanne Conway, consejera de la presidencia del ejecutivo de Donald Trump–.
Una falacia que se basa en una confusión, la de pensar que en la esfera de lo científico la pareja de la verdad es la mentira, cuando en realidad ese lugar lo ocupa la falsedad
Quizá el hecho de plantear las cosas en términos de posverdad, lejos de clarificar nada, cumpla con sus provocadoras resonancias –a medio camino entre la epistemología y la moral–, la función de apartar nuestra atención de aquello que más importa, que no es otra cosa que el imperativo con el que tendría que regirse el debate público. Déjenme que lo diga así para terminar: no debería resultar admisible, bajo ningún concepto, y de ninguna forma, llamar a engaño a los ciudadanos en la esfera pública.