Defendamos el capricho
Ya está, ya lo he soltado. Tenía el capricho de decirlo y me lo he dado, a sabiendas del recelo que provoca un titular así en cualquier oficio mínimamente serio. Y el nuestro, el de publicitario, sin duda lo es. Al menos en aquel sentido que Valdano o Sacchi –que se repartan ellos el crédito por la mítica frase– encontraban en el fútbol, “la cosa más importante de entre las cosas menos importantes”. Así nos veo yo.
Pero el que a estereotipo mata, a estereotipo muere, y la publicidad también arrastra los suyos propios. Entre otros –algunos con un ligero olor a azufre– hay uno que toca asumir con deportividad: el que nos imagina como el santuario de todos esos escritores y artistas que nunca se atreverán del todo a serlo, y que viven de soltar ocurrencias sin más freno que su imaginación. Así nos ve la gente.
No voy a combatir un tópico con otro y decir que la realidad de nuestra industria está justo en el punto medio, a caballo entre la arbitrariedad que se nos achaca y el rigor que conocemos los de dentro. Ojalá. Hay ganadores, y hay derrotados. Reinan sin sombra la lógica y el dato; malos tiempos para lo subjetivo. La subjetividad –y todo lo que conlleva– es altamente sospechosa, la pieza a abatir dentro y fuera de nuestro pequeño mundo. Y, tristemente, cada vez se nos da mejor la tarea: se detecta, se elimina, que pase el siguiente.
Por eso urge el capricho. Porque contiene esa parte de brujería en lo que hacemos que no se puede controlar ni extirpar del todo, y que resulta que es la más valiosa de todas.
Me cuesta recordar alguna (idea) que valga la pena que no tuviera una pincelada orgullosamente gratuita
Porque está hecho de ingenio y fantasía, y eso sí es capaz de colarse por las rendijas del grueso muro de sensatez y análisis que jamás falta a su cita. Porque andamos tan cegados con el apabullante despliegue de herramientas y disciplinas, de tecnología y data, de eficiencia, que corremos el riesgo de dejar fuera de la ecuación el único elemento capaz de poner en marcha tan formidable maquinaria: nosotros. Porque tuvo nombres más fáciles de comprar, pero todos significan lo mismo: es instinto, es intuición, es la metis recuperada de los griegos y magistralmente explicada por Daniel Solana en su inmenso libro Desorden.
Tras 30 años pariendo ideas propias y coleccionando ajenas en la cabeza, me cuesta recordar ninguna que valga la pena que no tuviera una pincelada orgullosamente gratuita, pero sin la que esa misma idea acabaría convertida en simple publicidad.
El capricho es un tono de voz y es una estética; es todo un mundo imaginado con sus habitantes y también un simple guion que te cambia el paso; es un idioma inventado y una forma de escribir. El capricho es cosas tan distintas y es muchas más. Por eso se describe mejor con lo que tienen en común: siempre es lo bastante imaginativo y libre como para ser incapaz de generar el consenso que tanto nos gusta y tranquiliza. Detrás del capricho siempre hay decisiones difíciles de justificar a priori, y demasiado fáciles de tomar cuando uno las ve hechas por otro. Por eso cuesta, por eso vale tanto.
Como todo lo valioso, el capricho tiene enemigos, aunque sería injusto decir que solo infunde resistencia y miedo a quien lo juzga. Ni soy tan cínico, ni tan valiente. No después de perder tantas veces persiguiendo uno.
Somos rehenes de nuestra personalidad, lo que hacemos se parece a lo que somos. Por eso siempre admiré otras formas de habitar la profesión, más cuanto más ajenas. Me maravilla lo intangible del carisma, del que sabe proyectarse personalmente, sostener la mirada en una transfusión de confianza en la que sobran las preguntas. Admiro profundamente el capricho en estado puro, arriesgado, esas ideas a las que es imposible ver los hilos, reconstruirles el proceso, definir el formato. Es lo más cercano a la genialidad de la que presume la publicidad. No pude ser ni una cosa ni la otra, y aprendí a refugiarme en la palabra, en la argumentación, en la retórica, en la lógica. Dejé menos espacio al capricho, y tuve que obligarme a conquistarlo, en ello sigo. Para saber contestar no solo lo que creo que una marca tiene que hacer, sino también lo que siento que tiene que hacer. Para no sentirme como aquel vendedor de biblias del chiste que, tras años intentándolo, cuando al fin le abren la puerta de una casa y, ya dentro, el dueño le pregunta “¿Y ahora qué?”, solo acierta a contestar “No lo sé, nunca había llegado tan lejos”.
Como todo lo valioso, el capricho tiene enemigos, aunque sería injusto decir que solo infunde resistencia y miedo a quien lo juzga.
Dicen que la creatividad es más necesaria que nunca, que lo es en cualquier ámbito y que es mucho más que los creativos. Todo cierto. No seré yo quien se enrede en debates semánticos estériles. Tan cierto como que somos un colectivo que brilla en la incertidumbre, adiestrado para encontrar soluciones a problemas desconocidos en tiempo récord y con la misma pasión irracional para una causa conmovedora que para un producto que nos dé lo mismo.
Hay ganas de demostrarlo. Aunque lo realmente interesante será ver si el capricho se atreverá a dar el salto a las organizaciones, y cuáles de ellas se permitirán la intuición que ayer llevó a levantar las grandes empresas de hoy. Mientras, defendamos los caprichos de siempre. Y digámonos, como Picasso al retrato de Gertrude Stein, que “aún no somos como nuestro estereotipo, pero cada día nos parecemos un poco más”.