La incertidumbre y el Estado
Vivimos tiempos inciertos. Algunos manuales de estilo de revistas anglosajonas prohíben explícitamente empezar un artículo con esa frase. Y es que no solo se trata de un lugar común que oímos, como mínimo, desde los años noventa, sino que, con bastante certeza, es una falsedad. Creemos que vivimos con más incertidumbre que en el pasado, pero, objetivamente, no es verdad. Sin embargo, eso no disminuye la importancia del sentimiento de angustia que nos acongoja, sino que lo hace más relevante. ¿Por qué nos atenaza más la incertidumbre hoy que antes, cuando esa palabra ni tan siquiera formaba parte del léxico coloquial?
Creemos que vivimos con más incertidumbre que en el pasado, pero no es verdad. Sin embargo, eso no disminuye la importancia del sentimiento de angustia que nos acongoja, sino que lo hace más relevante. ¿Por qué nos atenaza más la incertidumbre hoy que antes?
Incluso tras una larga pandemia, y en medio de una crisis inflacionaria y una guerra en Europa, para los seres humanos que viven en el planeta tierra en el año 2022 la existencia es, según cualquier indicador de bienestar, menos incierta que para cualquier generación anterior. No hace falta remontarse a la sabana, cuando el zarpazo de un león podía arrancarnos de este mundo en un suspiro, o a hace un siglo, cuando un arañazo infectado podía matarnos en una lenta agonía. En los rincones del globo donde se produjeron las supuestamente gloriosas décadas de prosperidad tras la Segunda Guerra Mundial (es decir, en Occidente y algún rincón del Pacífico), millones de personas vivían en la miseria y la insalubridad. La probabilidad de morir de forma violenta, o natural, era varias veces superior a la de hoy.
Precisamente porque la incertidumbre ha sido algo estructural en la historia de la especie, nuestros ancestros desarrollaron antídotos culturales. El más obvio es la religión, una forma de capear el caos cósmico que lleva milenios entre nosotros. Así, las expresiones artísticas más antiguas de las que tenemos conocimiento eran religiosas. Con los objetos reales que tenían a su alrededor para dibujar, de flores y bisontes a lunas y estrellas, nuestros antecesores pintaron entes irreales que habitaban algún mundo lejano, como espíritus de los muertos, hombres-león o mujeres-pájaro.
Investigaciones arqueológicas recientes han dado la vuelta a la premisa tradicional de que la religión fue una consecuencia, un apéndice entre molesto y curioso, del desarrollo social, para concluir que, al contrario, formaba parte de la argamasa fundacional de las aglomeraciones humanas. Los templos no surgían a partir de las ciudades, sino que las ciudades emergían de los templos. Una conocida virtud de la religión es que sus normas de comportamiento facilitan la convivencia humana. No robarás, etc. Pero la religión tiene otra ventaja adaptativa que solo ahora, que la estamos perdiendo (es lo que ocurre con la cultura que, como dicen los psicólogos, es algo que no sabemos definir y nos protege de males que no podemos describir), empezamos a apreciar: la gestión de la incertidumbre.
En un mundo sin Dios, la incertidumbre recae de forma rotunda sobre los hombros de cada persona: tú eres responsable de lo que te sucede. No hay un plan divino en el que escudarse. Y tú eres el repositorio último de toda la frustración que te produce el mundo: de la enfermedad de un ser amado al cruel asesinato de un desconocido.
La religión tiene un lado oscuro: los personas pueden quedar relegadas a ser meros peones de los dioses, a deambular sin quejarse por este valle de lágrimas esperando un paraíso tras la muerte. Sin embargo, a lo largo de los siglos, hemos ido moldeando la religión para dejar acomodo a la libertad de elección individual, al libre albedrío, dentro del relato religioso. Poco a poco, profeta a profeta, sínodo a sínodo. De forma que el mismo concepto de individuo es deudor directo, según el filósofo Larry Siedentop, de la tradición religiosa judeocristiana.
La religión “moderna” permitió pues un equilibrio, por precario que fuera, entre la existencia de un Dios que aliviaba la inquietud producida por la incertidumbre del mundo y la capacidad de actuar de forma responsable y libre. Pero, en un proceso de secularización acelerado, hemos tirado al bebé (divino) con el agua de la bañera. Y una mayoría nos hemos quedado sin Dios, desnudos ante la cruda incertidumbre. La religión era como las especias picantes para muchas culturas, que las han usado en la cocina durante siglos sin saber su crucial función antibacteriana. Algo parecido ha ocurrido con la religión. Nos la hemos quitado de encima porque nos picaba, pero hemos perdido sus propiedades protectoras.
Encontraremos un sustituto para lidiar con la incertidumbre. El progreso, la madre naturaleza, hay varios candidatos. Pero costará tiempo. Y, de momento, el reemplazo que hemos adoptado —de nuevo, de manera no plenamente consciente— es el Estado. Le reclamamos que nos solucione un número creciente de vicisitudes vitales, de la infancia a la vejez, de la sanidad a la vivienda. Pero ni el Leviatán más poderoso podría resolver todas nuestras preocupaciones, eliminando de raíz la incertidumbre que nos acompaña indefectiblemente de la cuna a la tumba, pasando por un mundo educativo y laboral fieramente competitivo.
Las encuestas indican una creciente asociación entre la satisfacción de los ciudadanos con la democracia y su nivel de felicidad. Con una excepción: las personas religiosas. Para el resto, cada día, nuestra satisfacción con la vida depende un poco más de lo que nos dan los Estados democráticos. Y como ahora nos dan poco, padecemos no solo desafección con la política, sino también desasosiego espiritual.
Las encuestas indican una creciente asociación entre la satisfacción de los ciudadanos con la democracia y su nivel de felicidad. Con una excepción: las personas religiosas. Para el resto, nuestra satisfacción con la vida depende de lo que nos dan los Estados democráticos.
La política se ha convertido en el arte de hacer infelices a los hombres y las mujeres. Porque el Estado acarrea ahora sobre sus hombros —debilitados, además, por el exceso de deuda pública— el peso de toda la incertidumbre de sus ciudadanos.